El «patente secreto» de T. Adorno


En el ensayo que abre Prismas, «La crítica de la cultura y la sociedad», Adorno plantea su compleja visión de la crítica dialéctica e inmanente en contra de la crítica trascendente y la «mera» crítica como denuncia ideológica. 

El patente secreto es la función de la ideología, pero no ya como ideología de encubrimiento y velo, sino como relleno, como cultura del filler. En este caso la denuncia de esto o aquello como ideológico, pasa de ser una operación o aplicación de un instrumento (crítico) para convertirse en una suerte de tutoría sobre el pensamiento que no nos lleva a ninguna parte. Propone el Lehrmeister Adorno:

«Hoy día nadie se atreve ya a pensar una sola proposición a la que no pudiera añadirse —en cualquier campo— la indicación de a quién favorece. El único pensamiento no-ideológico es aquel que no puede reducirse a operational terms, sino que intenta llevar la cosa misma a aquel lenguaje que está generalmente bloqueado por el lenguaje dominante. Desde que todo gremio político-económico civilizado ha comprendido como evidente que lo que importa es transformar el mundo, considerando mera y frívola travesura el interpretarlo, resulta difícil limitarse a citar las tesis contra Feuerbach. Pero la dialéctica incluye también la relación de acción y contemplación. En una época en que la sociología burguesa ha “saqueado” (la palabra es de Max Scheler) el concepto marxista de ideología para pasarlo por el agua del relativismo general, el peligro que consiste en no comprender la función de las ideologías es ya menor que el representado por una acción mecánica, puramente lógico-formal y administrativa, que decide acerca de las formaciones culturales y las articula en aquellas constelaciones de fuerza que el espíritu tendría más bien que analizar, según su verdadera competencia. Igual que otros elementos del materialismo dialéctico, la doctrina de la ideología se ha convertido de instrumento de conocimiento en instrumento de tutoría sobre éste. En nombre de la dependencia de la sobreestructura respecto de la estructura se pasa así a vigilar la utilización de las ideologías, en vez de criticarlas. Y se va perdiendo la precaución por su contenido objetivo, siempre que resulten claras en su utilidad.

La misma función de las ideologías se está haciendo cada vez más abstracta. Se ha justificado la sospecha de viejos críticos culturales según la cual en un mundo en que la cultura como privilegio y el encadenamiento de la conciencia por la educación impiden propiamente a las masas la experiencia de las formaciones espirituales, no importan tanto los específicos contenidos ideológicos cuanto la presencia de algo, sea lo que sea, que sirva para rellenar el vacío de la conciencia expropiada y distraiga la atención para que no se descubra el patente secreto» (p. 24).

Para inmediatamente rematar:

«Para el contexto social dominante es seguramente menos importante el contenido ideológico específico que un film pueda comunicar a los espectadores que el hecho de que éstos, de vuelta a sus casas, queden interesados por los nombres de los actores y por sus historietas galantes o matrimoniales. Conceptos vulgares como el de distracción son más adecuados para estos hechos que explicaciones más ambiciosas sobre si un escritor es representante de la pequeña burguesía y el otro lo es de la alta. La cultura se ha hecho ideológica no sólo como contenido esencial de las manifestaciones del espíritu objetivo —muy subjetivamente confeccionadas —, sino también y en gran medida como esfera de la vida privada» (pp. 24-25).

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